"... hay un mañana estomagante escrito
en la tarde pragmática y dulzona."
Antonio Machado, en "El mañana efímero".
en la tarde pragmática y dulzona."
Antonio Machado, en "El mañana efímero".
Estos versos de Machado nos caen hoy como una profecía, y como una losa.
Cuando transcurren ya 71 años y apenas un par de semanas del fin de la Guerra Civil, quienes lograron ponerle término entrando en Madrid quieren hoy avanzar aún más, no sólo con la impunidad, sino más allá, con el ataque directo, el socavamiento, el proxenetismo hacia uno de los poderes del Estado, que es el judicial.
No les vale con conseguir la impunidad que no deberían tener. Antes al contrario, quien ha tratado, como Baltasar Garzón, de poner un mínimo coto a los desmanes cometidos por el régimen de Franco, padece hoy una persecución implacable quizás por el único estamento público que no ha sido profundamente reformado desde la promulgación de la Constitución de 1978.
Y es bien cierto, porque si el Ejército, las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado, las cárceles, y todos los vínculos directos con los derechos y libertades de los ciudadanos han sido ampliamente reformados, el Poder Judicial sigue siendo, en demasiados casos entre sus integrantes, un reducto para el corporativismo, entendido éste en la total ausencia de sustrato democrático, y el mantenimiento en estas magistraturas de apellidos, personas y familias cuyo abolengo es tan rancio como sus ideas políticas, en abierto desapego con la escala político-jurídica constitucional.
Sólo bajo el triunfo del retorcimiento de las leyes, algo que como licenciado en Derecho me asquea, se puede tolerar el punto al que se ha llegado con Baltasar Garzón. Pero no nos equivoquemos: lo que en primer lugar ha de quedar claro es que Garzón es, en estos días, exclusivamente un ejemplo, un experimento objeto de juicio ejemplarizante por el fascismo de toga y puñetas. Las acciones emprendidas por Garzón que son objeto de persecución política por vía jurídica son la representación misma de una escala de valores en la que muchos, y debiéramos ser todos, españoles nos sentimos representados. El ataque no se dirige contra él: es un ataque mismo al Estado de Derecho, a la sujeción de todos al imperio de la Ley.
Se pretende, por tanto, que determinadas actitudes, sean las de los cómplices y descendientes del franquismo, sean las de los autores y cómplices de uno de los casos de corrupción política más amplios de nuestra reciente historia, queden sencillamente impunes y, aún más, se trata de que quien pretenda lo contrario salga escaldado.
Vemos con estupor que se dirigen contra Garzón tres querellas, una de ellas instruida por magistrado, señor Varela, que, si tuviera un mínimo de dignidad profesional, se hubiera abstenido, dados sus intereses para con los querellantes, de tomar partido en el asunto. Lejos de ello, lejos de que el CGPJ le investigase por seguir ahí, sin abstenerse, observamos con más estupor aún que el gobierno de los jueces se inunda de infame corporativismo, defiende a Varela y ataca a las organizaciones que han salido en defensa del juez Garzón, que son, en el caso de ayer, los sindicatos mayoritarios UGT y Comisiones Obreras.
Y les atacan como les ha atacado también la número dos del principal partido de la oposición, Dolores de Cospedal, quien no ha dudado, náuseas aparte, en calificar de "antidemocrático" el acto de los sindicatos ayer, en la Universidad Complutense. Qué casualidad, Cospedal, del mismo partido que quien apoyó y justificó el uso de la violencia contra el Rector de la misma Universidad no hará ni medio mes.
Alguien debería recordar a los miembros del CGPJ, y al PP (qué pena), que no supone ningún problema en este país ejercer el derecho de reunión pacífica y expresar libremente las ideas, derechos ambos recogidos en la Constitución, y menos si esos derechos se ejercen en una convocatoria sindical, cuando los sindicatos ocupan un lugar destacado también en la Constitución, nada menos que en el séptimo artículo. Y es que la paz social está en juego, así como los intereses de muchas personas, fallecidas y vivas, que fueron masacradas por el mero hecho de ejercer la libertad sindical. Quizás haya que aclararles que el ejercicio de la libertad sindical de hoy pasa también por la defensa de los intereses de quienes ejercieron la libertad sindical en el pasado. Ningún sindicato puede hoy sentirse cómodo moralmente si no puede libremente defender a sus sindicados, aunque éstos lo fueran hace 70 años.
La crítica a los poderes públicos, a los tres, la formación ciudadana de una conciencia crítica con la actuación de los poderes públicos, entendida la crítica en el sentido amplio, positivo y negativo de la palabra, es necesaria para la salud de nuestra democracia. Consentir o pretender que un poder del Estado, que según la Constitución emana del pueblo, quede fuera del juicio del pueblo es, sencillamente, aberrante. Tolerar que quien dirige ese poder del Estado responda del modo como lo ha hecho a la crítica ciudadana y de actores constitucionales como son los sindicatos, es igualmente una ignominia.
Pero también está en solfa la independencia judicial. Y aquí es donde la derecha extrema saca su clásico sistema de las dobles varas de medir. Si uno ataca al juez Garzón en relación con la investigación de Gürtel, o del franquismo, o de cualquier cosa que no convenza a los hijos del odio, el hecho está justificado, Garzón prevarica y se ponen todos los cuidados procesales y la celeridad debida para sentar al magistrado en el banquillo de los acusados. Si lo que uno critica es a los jueces que juzgan a Garzón, comete una tropelía antidemocrática que ataca la raíz misma de la democracia, ése juego del que la derecha prescinde cuando no tiene naipes ni para juego ni para pares.
Si de instruir una causa contra Garzón se trata, la rapidez es total. Si de señalar quién es competente para juzgar los crímenes del franquismo se trata, se puede dictar un auto en el que parte del Tribunal Supremo deje claro de quién no es competencia, pero se tome un tiempo incompatible con la tutela judicial efectiva para decir quién es competente, en abierto choque con los principios procesales más elementales.
Han estado pacientemente expectantes. Vieron con una mueca el procesamiento de Augusto Pinochet, uno de los dos jefes de Estado que acudieron al entierro del dictador Franco. Se aseguraron, a través del gobierno del PP, de que el avión de Pinochet saliera para Santiago de Chile y no para España, no tramitaron un acto debido, como era la extradición del traidor y genocida. Pero entonces no era su dictadura: sólo la de unos amigos. Cuando la marea de la reparación y la justicia comenzó a inundar su propio régimen, entonces se desperezaron y mordieron pero, reitero, no muerden a Garzón. Muerden la posibilidad misma de someternos todos a la Constitución y a las leyes, o lo que es lo mismo, subvierten el orden constitucional y la paz pública, porque no estaré tranquilo si mañana matan a alguien por sus ideas políticas y nadie me asegura justicia al menos en setenta años.
Cuando transcurren ya 71 años y apenas un par de semanas del fin de la Guerra Civil, quienes lograron ponerle término entrando en Madrid quieren hoy avanzar aún más, no sólo con la impunidad, sino más allá, con el ataque directo, el socavamiento, el proxenetismo hacia uno de los poderes del Estado, que es el judicial.
No les vale con conseguir la impunidad que no deberían tener. Antes al contrario, quien ha tratado, como Baltasar Garzón, de poner un mínimo coto a los desmanes cometidos por el régimen de Franco, padece hoy una persecución implacable quizás por el único estamento público que no ha sido profundamente reformado desde la promulgación de la Constitución de 1978.
Y es bien cierto, porque si el Ejército, las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado, las cárceles, y todos los vínculos directos con los derechos y libertades de los ciudadanos han sido ampliamente reformados, el Poder Judicial sigue siendo, en demasiados casos entre sus integrantes, un reducto para el corporativismo, entendido éste en la total ausencia de sustrato democrático, y el mantenimiento en estas magistraturas de apellidos, personas y familias cuyo abolengo es tan rancio como sus ideas políticas, en abierto desapego con la escala político-jurídica constitucional.
Sólo bajo el triunfo del retorcimiento de las leyes, algo que como licenciado en Derecho me asquea, se puede tolerar el punto al que se ha llegado con Baltasar Garzón. Pero no nos equivoquemos: lo que en primer lugar ha de quedar claro es que Garzón es, en estos días, exclusivamente un ejemplo, un experimento objeto de juicio ejemplarizante por el fascismo de toga y puñetas. Las acciones emprendidas por Garzón que son objeto de persecución política por vía jurídica son la representación misma de una escala de valores en la que muchos, y debiéramos ser todos, españoles nos sentimos representados. El ataque no se dirige contra él: es un ataque mismo al Estado de Derecho, a la sujeción de todos al imperio de la Ley.
Se pretende, por tanto, que determinadas actitudes, sean las de los cómplices y descendientes del franquismo, sean las de los autores y cómplices de uno de los casos de corrupción política más amplios de nuestra reciente historia, queden sencillamente impunes y, aún más, se trata de que quien pretenda lo contrario salga escaldado.
Vemos con estupor que se dirigen contra Garzón tres querellas, una de ellas instruida por magistrado, señor Varela, que, si tuviera un mínimo de dignidad profesional, se hubiera abstenido, dados sus intereses para con los querellantes, de tomar partido en el asunto. Lejos de ello, lejos de que el CGPJ le investigase por seguir ahí, sin abstenerse, observamos con más estupor aún que el gobierno de los jueces se inunda de infame corporativismo, defiende a Varela y ataca a las organizaciones que han salido en defensa del juez Garzón, que son, en el caso de ayer, los sindicatos mayoritarios UGT y Comisiones Obreras.
Y les atacan como les ha atacado también la número dos del principal partido de la oposición, Dolores de Cospedal, quien no ha dudado, náuseas aparte, en calificar de "antidemocrático" el acto de los sindicatos ayer, en la Universidad Complutense. Qué casualidad, Cospedal, del mismo partido que quien apoyó y justificó el uso de la violencia contra el Rector de la misma Universidad no hará ni medio mes.
Alguien debería recordar a los miembros del CGPJ, y al PP (qué pena), que no supone ningún problema en este país ejercer el derecho de reunión pacífica y expresar libremente las ideas, derechos ambos recogidos en la Constitución, y menos si esos derechos se ejercen en una convocatoria sindical, cuando los sindicatos ocupan un lugar destacado también en la Constitución, nada menos que en el séptimo artículo. Y es que la paz social está en juego, así como los intereses de muchas personas, fallecidas y vivas, que fueron masacradas por el mero hecho de ejercer la libertad sindical. Quizás haya que aclararles que el ejercicio de la libertad sindical de hoy pasa también por la defensa de los intereses de quienes ejercieron la libertad sindical en el pasado. Ningún sindicato puede hoy sentirse cómodo moralmente si no puede libremente defender a sus sindicados, aunque éstos lo fueran hace 70 años.
La crítica a los poderes públicos, a los tres, la formación ciudadana de una conciencia crítica con la actuación de los poderes públicos, entendida la crítica en el sentido amplio, positivo y negativo de la palabra, es necesaria para la salud de nuestra democracia. Consentir o pretender que un poder del Estado, que según la Constitución emana del pueblo, quede fuera del juicio del pueblo es, sencillamente, aberrante. Tolerar que quien dirige ese poder del Estado responda del modo como lo ha hecho a la crítica ciudadana y de actores constitucionales como son los sindicatos, es igualmente una ignominia.
Pero también está en solfa la independencia judicial. Y aquí es donde la derecha extrema saca su clásico sistema de las dobles varas de medir. Si uno ataca al juez Garzón en relación con la investigación de Gürtel, o del franquismo, o de cualquier cosa que no convenza a los hijos del odio, el hecho está justificado, Garzón prevarica y se ponen todos los cuidados procesales y la celeridad debida para sentar al magistrado en el banquillo de los acusados. Si lo que uno critica es a los jueces que juzgan a Garzón, comete una tropelía antidemocrática que ataca la raíz misma de la democracia, ése juego del que la derecha prescinde cuando no tiene naipes ni para juego ni para pares.
Si de instruir una causa contra Garzón se trata, la rapidez es total. Si de señalar quién es competente para juzgar los crímenes del franquismo se trata, se puede dictar un auto en el que parte del Tribunal Supremo deje claro de quién no es competencia, pero se tome un tiempo incompatible con la tutela judicial efectiva para decir quién es competente, en abierto choque con los principios procesales más elementales.
Han estado pacientemente expectantes. Vieron con una mueca el procesamiento de Augusto Pinochet, uno de los dos jefes de Estado que acudieron al entierro del dictador Franco. Se aseguraron, a través del gobierno del PP, de que el avión de Pinochet saliera para Santiago de Chile y no para España, no tramitaron un acto debido, como era la extradición del traidor y genocida. Pero entonces no era su dictadura: sólo la de unos amigos. Cuando la marea de la reparación y la justicia comenzó a inundar su propio régimen, entonces se desperezaron y mordieron pero, reitero, no muerden a Garzón. Muerden la posibilidad misma de someternos todos a la Constitución y a las leyes, o lo que es lo mismo, subvierten el orden constitucional y la paz pública, porque no estaré tranquilo si mañana matan a alguien por sus ideas políticas y nadie me asegura justicia al menos en setenta años.
No hay comentarios:
Publicar un comentario